Homilía del arzobispo monseñor Julián Barrio en la ordenación episcopal de Francisco José Prieto Fernández

Esta Iglesia compostelana acoge con gratitud y se alegra al ser ordenado Obispo nuestro hermano Francisco José, según la tradición apostólica, mediante la oración y la imposición de las manos como signo de protección y de propiedad de Dios que le dice: “Te he llamado por tu nombre, tu eres mío”. Mi filial agradecimiento al papa Francisco y mi felicitación a ti, a tus familiares y a la diócesis que peregrina en Ourense.

Mi saludo cordial a las autoridades que nos acompañan. Mi fraternal saludo al Sr. Cardenal, al Sr. Nuncio Apostólico, a los Sres. Arzobispos y Obispos, al Administrador diocesano de Mondoñedo-Ferrol, a los miembros del Cabildo, a los  sacerdotes, miembros de  vida consagrada, diáconos, seminaristas y fieles diocesanos de Santiago, y de la diócesis de Ourense a la que manifiesto mi gratitud, y a los radioyentes y televidentes.

El profeta Isaías dice que el enviado del Señor trae la liberación y la curación proclamando en toda circunstancia la obra liberadora de la gracia que concierne a todo hombre necesitado de perdón y sin capacidad de  curarse a si mismo. Esta es la misión, en medio de las tensiones culturales, sociales, políticas y religiosas que agobian también a los hombres de nuestros días. El sucesor de los apóstoles, más allá de las preocupaciones y dificultades inherentes al fiel trabajo cotidiano en la viña del Señor, ha de infundir esperanza en quienes, deslumbrados por oasis utópicos en medio de la  banalidad y desconcierto, y afligidos por las múltiples formas de pobreza, “contemplan a la Iglesia como monte de las Bienaventuranzas”, prestando atención a los que no pertenecen al único rebaño de Cristo, porque ellos también nos han sido confiados en el Señor.

Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes, para pastorear la Iglesia de Dios” (Hch 20, 28), dice san Pablo. El, que vive de la esplendente gracia de Dios, se encuentra constantemente al borde la ruina, al manifestarse en su existencia la vida y la muerte de Jesús y al ser consciente de que la obra de Jesús alcanza su punto culminante en la Cruz. Es la medida Pascual del hombre evangelizado y evangelizador. Pero en la debilidad se siente fuerte, sabiendo que la comunidad eclesial es propiedad de Cristo adquirida con su sangre y amada infinitamente, y que el Espíritu Santo da vida a la Iglesia y con su poder sostiene nuestra debilidad.   Por eso, se fía de Dios y de su palabra de gracia “que tiene poder para construirnos y hacernos  partícipes de la herencia con todos los santificados” (Hech 20, 32).

El Episcopado no es un honor, es una llamada a servir en vigilancia y fidelidad, sin cálculos ni condescendencias con uno mismo. “Un servicio que no se mide por los criterios  mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y da testimonio de Él, incluso con los  gestos más sencillos”[1]. Esto forma parte de la identidad del obispo. La lógica del Evangelio es la de la gratuidad, camino elegido por Cristo para salir al encuentro en la Iglesia misionera: La presencia del Señor ante los Once, reunidos en comunidad, les hace conscientes de la misión que como Iglesia les encomienda: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación”, y reunir a todos los pueblos bajo un solo pastor, para santificarlos y conducirlos a la salvación.

El encuentro de los Once con el Señor Resucitado hace que sus vidas y personas vayan convirtiéndose en Evangelios vivientes, destinados a transparentar el misterio personal de Cristo: “¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído”. “No se puede estar al servicio de los hombres sin ser antes siervo de Dios. Y no se puede ser siervo de Dios si antes no se es hombre de Dios”. Sólo así, se puede vigorizar la vida religiosa asumiendo los sufrimientos apostólicos por la difusión del Evangelio, confiando en la acción interior del Espíritu y estando siempre cercano a todos[2]. El cáliz del Señor se convierte siempre en cáliz de bendición (cf. Is 51, 17-22). La herencia del Obispo ha de ser la santidad. En este Año Jubilar la llegada del Obispo Auxiliar es también ocasión para reflexionar sobre el sentido de nuestra peregrinación en el camino de la conversión y sobre el reforzamiento de la eclesialidad en nuestra Diócesis. Dios siempre nos ofrece su gracia para afrontar cualquier reto.

Toda iniciativa episcopal servirá á verdadeira renovación da Igrexa en tanto contribúa a mostrar o fascinante esplendor da auténtica luz que é Cristo mesmo. A proposta evanxelizadora ha de facerse sempre dende o corazón do Evanxeo, proclamando que Deus nos ama infinitamente en Xesús Cristo e fai posible a nosa plenitude, abrindo o noso corazón aos outros. Tendo como referente o exemplo dos santos pastores, habemos de transmitir a fe “non con palabras sabias para non desvirtuar a cruz de Cristo”, nin por consenso humano, senón como unha revelación divina, para uns mensaxe de salvación, para outros pedra de tropezo e escándalo. Pero a verdade cristiá é atraente e persuasiva precisamente porque responde á necesidade profunda da existencia humana. Como “administradores dos misterios de Deus” (1Cor 4, 1s), a nosa inquietude é conducir aos homes cara a Xesús Cristo quen máis alá dá estratexia, pídenos a prudencia que significa buscar e actuar conforme á verdade e que esixe a razón humilde, disciplinada e vixiante, que non se deixa levar por prexuízos. Quen non serve á verdade, non serve á unidade.

Querido irmán Francisco José, ves a unha comunidade diocesana en que sentirás a necesidade de querela porque te sentirás fondamente querido por ela. Todos che desexamos un ministerio episcopal longo e cheo de froitos. Deus preocúpase por ti, mira pola forza da túa vocación e da túa misión. Na comuñón co Papa Francisco recibe gozoso o don do ministerio episcopal. Encomendámosche á intercesión do Apóstolo Santiago, de San Xosé e da Virxe Santa María. Vivamos a nosa existencia menos expostos aos medos, pois somos discípulos de Cristo quen venceu ou mundo e coa sabedoría e a prudencia do bispo guía ao pobo de Deus na peregrinación terrea cara a felicidade eterna. Amén.

[1] BENEDICTO XVI, Homilía en la plaza del Obradoiro, 6 de noviembre de 2010.

[2]Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica postsinodal “Pastores gregis”, 11.