Hace veinticinco años, en oración, en esta Iglesia Catedral recibía el ministerio episcopal por la imposición de manos de D. Antonio María Rouco entonces Arzobispo de esta Iglesia compostelana. Con todos vosotros doy gracias a Dios por estos años de ministerio episcopal en los que he ido experimentando que el Señor enriquece la pobreza y fortalece la fragilidad, recordando que es Él quien me ha elegido (Jn 15,16). Y en esta conciencia me doy cuenta de la gran desproporción entre el don que he recibido y mi condición humana. Hoy llego con esta ofrenda, agradeciendo al Señor que me hace digno de servirle en su presencia, pidiéndole mantener la fidelidad y cantar su misericordia de la mano de la Virgen María, reina de los apóstoles.
En nuestra peregrinación terrena percibimos que estamos llamados a la eternidad y a la santidad. En esta perspectiva entendemos la espiritualidad específica del ministerio recibido, que hemos de encarnar en nuestra existencia con la valentía del apóstol Santiago, el primero entre los apóstoles que bebió el cáliz del Señor. Si la vida humana está envuelta en el misterio, la vida del obispo y del sacerdote es una concentración de misterio. Es posible vivirla solamente a la sombra de la fe, envueltos a veces en el silencio de Dios pero dejando todo en sus manos como administradores de sus misterios. Así dirá san Pablo: “Para mí lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas… Mi juez es el Señor. El iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece”. Esto nos motiva a buscar sobre todo el reino de Dios y su justicia, y no el propio bienestar material o incluso espiritual. Los buenos siervos no trabajan para aumentar su caudal personal sino para acrecentar la propiedad del Señor. Y esto sin especular de antemano con el salario, pues éste está escondido en el dejarlo todo pues “lo demás se os dará por añadidura”, dice Jesús.
En contra de lo que le manifiesta su experiencia de pescador, Pedro obedece la orden de echar las redes para pescar. “En tu Palabra, Señor”. Pero entonces se da cuenta de la distancia insuperable: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Ninguna misión auténtica puede renunciar a la experiencia de la distancia entre la persona y Dios, de quien procede la misión. En el vacío de esta distancia da Jesús a Pedro la misión de ser pescador de hombres. Y además le quita el miedo que sólo sería un obstáculo para el cumplimiento de la misma. La misión de ser pescador de hombres es para Pedro tan desproporcionada con respecto a su yo que el miedo no tendría ningún sentido. Aquí sólo cabe obedecer en silencio: “Ellos sacaron las barcas a tierra y dejándolo todo le siguieron”.
Neste convencemento hoxe quero dar grazas a Deus, sendo moito o que teño que agradecerlle nestes vinte e cinco anos de ministerio episcopal. Isto lévame a facer unha confesión de vida pensando naquilo que desexase que non tivese lugar na miña vida diante de Deus, o que poño ante El e a Igrexa para ser curado pola graza. É momento dunha confesión de fe na certeza de que Deus, no seu amor, me acolle. Canto me alegraría poder dicir como San Paulo: “Estiven convosco, e nada teño que dicirvos pois ben sabedes o que fixen e o que deixei de facer. Servín ao Señor con bágoas e con toda humildade”. Isto foi o meu propósito, consciente de que soamente podería servir á Igrexa e aos meus diocesanos se lograba servir ao Señor. Quen moito ama, moito sofre e moito goza. Quen pouco ama, sofre menos e goza menos. Lembro aquelas palabras de Santo Agostiño: “Se me amas non penses en apacentarte a ti mesmo, senón ás miñas ovellas; apacéntaas como miñas non como túas; busca a miña gloria nelas, non a túa; a miña propiedade, non a túa; os meus intereses, e non os teus”. Os que apacentan as ovellas coa disposición de que sexan súas e non de Cristo demostran que se aman a si mesmos e non a Cristo. Quen entra en comuñón con El xa participa na vida que non coñece termo. “Xesús Cristo é o noso camiño cara á casa do Pai e tamén cara a cada home a quen lle dá a súa luz e forza para que poida responder á súa máxima vocación”.
O ministerio compromete de modo total. Non ceso de experimentar asombro e agradecemento pola gratitude con que o Señor me escolleu, pola confianza que deposita en min, polo perdón que nunca me nega e pola oración e colaboración que sempre encontrei nos sacerdotes, membros da vida consagrada e laicos da Diocese. Queridos irmáns e irmás, damos grazas ao Señor porque é bo, e eterna a súa misericordia. Que a Raíña dos Apóstolos e Santiago Apóstolo intercedan para que esta Igrexa diocesana sexa un testemuño de Cristo, Bo Pastor, no medio da nosa sociedade. Amén.