Homilía de mons. Barrio en la Misa Crismal

“Dios, que ha consagrado a Jesús de Nazaret con la unción del Espíritu Santo y lo ha constituido Mesías y Señor, nos dé la sabiduría para adentrarnos en esta celebración, sabiéndonos amados por Él”.

En la misa crismal en la que la belleza de la unidad se manifiesta especialmente, percibimos que los sacramentos nos hacen ver la Iglesia con los ojos de la fe. El sacramento, centro del culto eclesial, significa que no somos los hombres los que actuamos, sino que es Cristo el que viene a nosotros con su acción, y nos atrae hacia él. Pero hay algo todavía más  singular: no tocamos el manto de Cristo a hurtadillas como la hemorroisa (Mc 5,24), es Él quien nos toca a través de dones de la creación, que toma a su servicio y los convierte en instrumentos del encuentro entre Él y nosotros.

El óleo y el crisma son signo del buen olor de Cristo. Recordemos esta mañana cómo María en Betania unge los pies de Jesús llenándose la casa de la fragancia del perfume. Nosotros contemplamos ahora  al Mesías, ungido de Espíritu Santo, en el que habita la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2,9) y vemos la Iglesia cual cuerpo de Cristo consagrada por el mismo crisma que, como el olio de la consagración de Aarón desciende copioso sobre todos los miembros. El rito nos introduce en la comprensión profunda del misterio de Cristo hecho hombre y de su sacerdocio perenne. Celebrar la Misa crismal es para el presbítero y para el pueblo de Dios verificar nuestra comunión eclesial: si caminamos en armonía y si la libertad de  los hijos de Dios no se diluye por actitudes individualistas y caprichosas, descubriremos día a día la novedad de Cristo. Es necesario reavivar la alegría de la comunión espiritual y pastoral, dando gracias al Padre celestial por su providencia con esta Iglesia compostelana. Es justo que el obispo os agradezca, queridos sacerdotes, la fidelidad, el espíritu de sacrificio, y la paciencia con que asumís el ministerio sacerdotal a tiempo y a destiempo, buscando la fecundidad pastoral más allá de la eficiencia o de la eficacia.

Pero hemos de atender al momento actual. San Ambrosio enseña que con el óleo el hombre se hace atleta de Cristo, para luchar contra el mal. ¡Que tristeza y dolor están causando los abusos sexuales en la Iglesia que tanta pérdida de confianza han generado, que “son pecado ante Dios, que hiere profundamente a la persona y que contamina la vida eclesial”! Son una manifestación del mal. Hemos de acrecentar nuestra purificación espiritual, denunciar radicalmente esta lacra, y a la vez anunciar el evangelio de la alegría. Es ocasión para fijarnos también en la pastoral diocesana. En este sentido pido que la celebración del Bautismo ayude a revitalizar la fe de los padres, sin imponer más cargas de las necesarias y sin frivolizar el acceso a este sacramento. Me preocupa nuestra comunión pastoral en el sacramento de la Penitencia cuya participación frecuente en él favorece el progreso en la vida espiritual. Muchas personas nos piden que nos sentemos en los confesonarios. Insisto sobre la unción de los enfermos, ayuda eficaz para soportar y valorar la prueba difícil de la enfermedad, en la que el óleo se ofrece, como medicina de Dios, que fortalece y consuela, pero que, al mismo tiempo, remite a la curación definitiva, la resurrección (cf. St 5,14). A tal fin ayudarán las celebraciones comunitarias de la unción de los enfermos.

El signo sacramental del crisma indica a Cristo, ungido Sacerdote y Rey, que nos hace partícipes de su sacerdocio, de su “unción”, en la ordenación sacerdotal. Asegura la presencia de la energía renovadora de Cristo en el bautizado, en el confirmado, en los sacerdotes y en los obispos. La unción de las manos de los presbíteros encargados de la acción litúrgica y de la santificación de los hermanos, nos avoca a la misma comunión sacerdotal y pastoral. Nadie debe aislarse en la comunidad diocesana ni elegir por sí una propia función e imponerla a hechos consumados. No es bueno orientar a los fieles con estilos pastorales que no tengan en cuenta la necesaria armonía diocesana. Hemos de vivir con la mayor dignidad posible la relación con la Eucaristía que no es “un mero gesto ceremonial”, y con la distribución de la Comunión. La colaboración de los ministros extraordinarios de la Comunión ha de cuidarse con esmero. Chequeemos en esta celebración el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal. Más que a nuestra pobreza será necesario referirnos a la riqueza del Señor. Más que fijarnos en las debilidades de nuestro servicio sacerdotal, será oportuno acoger la fuerza unificadora que proviene del Señor. Él es el secreto de la sorprendente juventud de la Iglesia a la que envejecen nuestras debilidades y pecados, y que siempre es renovada por el amor de Dios. En las dificultades recemos para no poner en crisis el don sacerdotal. Con esta confianza serena, ahora podemos renovar una vez más las promesas sacerdotales.

Pido ao Señor que, coa intercesión da Virxe María, Raíña dos apóstolos, e o patrocinio do Apóstolo Santiago, cada día vaiamos configurándonos con Cristo que foi enviado “a proclamarlle a Boa Nova aos pobres, a anunciarlle a liberación aos secuestrados e a vista aos cegos, para lles dar liberdade aos asoballados, e proclamar o ano de graza do Señor” (Lc 4,18-19). A vós, benqueridos membros de vida consagrada e leigos pedímosvos que encomendedes ás nosas inquedanzas persoais e pastorais. Amén.